Nicolás Puerto traza un paralelismo entre los antiguos caminos de postas —verdaderas redes de comunicación del pasado— y las actuales autopistas digitales que conectan nuestro mundo. A través del recuerdo de la posada familiar en Obejo, donde transitaban viajeros, comerciantes y pastores, el autor reivindica la esencia humana de las telecomunicaciones: el encuentro, la transmisión de conocimiento y la conexión entre personas. Un relato que une literatura, memoria y tecnología bajo un mismo hilo conductor: comunicar para mantenernos unidos.
Hace poco he releído por enésima vez, o eso creo recordar, el hermoso cuento del escritor Alexander Pushkin, “El Maestro de Postas”, en un viejo ejemplar de Ameiller Editor, Barcelona 1955. Pasada al cine alemán en 1950 con el título de “Dubia, la novia eterna”, cuenta las desventuras del encargado de una posada, que en la extensas estepas rusas se ocupa las veinticuatro horas del día, de hospedar, dar comida y reponer caballos para las troicas que transportaban a altos funcionarios y comerciantes del imperio. Tiene una hija, Dubia, que por su hermosura, laboriosidad y simpatía, era orgullo de su padre y admirada por toda la comarca y viajantes que hacían escala en la posada. El Maestro se enferma de pena y tristeza cuando la hija se escapa con un oficial de húsares. Es mal recibido y expulsado de una patada de este, que le hace rodar por la nieve, cuando la localiza y se desplaza a su domicilio a buscarla en una casa en San Petersburgo. Al tiempo, cuando ella vuelve a la posada arrepentida, su padre ya ha muerto. Algunos analistas ven en este cuento una metáfora del hijo pródigo. Dostoievski hablando del origen de la literatura rusa del siglo XIX, decía: “Todos somos hijos de “El Capote” de Nicolás Gogol, pero este sería impensable sin “el Maestro de Postas”.
Quizá yo sea muy sensible a este relato, porque tuve la oportunidad de convivir con viajeros y transeúntes, cuando hasta los doce años en mis vacaciones escolares navideñas y durante el verano, íbamos a Obejo, donde mi abuela Genoveva regentaba la posada en la calle Cerrillo. Esta era, junto a una pequeña finca en El Villarejo y un par de cercas para el ganado en La Loma, próximas al pueblo, las únicas propiedades que no había perdido la familia después de la Guerra Civil. El salón de la posada era grande, con tres arcadas al fondo; tras él que hacía de comedor-cocina, se disponían de los dormitorios de mis primos, almacén-bodega y las cuadras, a las que se accedían por el callejón trasero de Los Escaramujos.
En la Posada se hospedaban, en las habitaciones de la primera planta, viajantes catalanes o madrileños que representaban a empresas fabricantes de maquinaria agrícola, llegados en coche o en la Rubia de Don Ramón, que tenia la salída de Córdoba frente al Bar Puerto Rico del Campo de la Merced. Y también vendedores portugueses con fardos cargados en mulos de bisutería, encajes, botones, cremalleras, mantas, toallas o corbatas etc..., que solían venir en la época estival con motivo de la Feria de San Benito. En invierno solian alojarse los representantes compradores de cupos de aceitunas de las fábricas cordobesas de Carbonell o Los Rodríguez, y los Serranitos, que eran pastores de la trashumancia, procedentes del centro de Castilla. Por Obejo discurría uno de los cordeles de la antigua Cañada Real Soriana, aun en uso en esa época, hasta el pantano del Guadalmellato donde se juntan las aguas de los ríos Guadalbarbo, Cuzna y Varas.
Los pastores, dejaban el ganado y los perros en las cercas unos días, durante los cuales mi abuela y mis primas les preparaban avituallamiento. Visitaban las tabernas en traje oscuro y medias, faja y pañueluco en la cabeza. Con sus bandurrias, a veces se juntaban con algún portugués que tocaba el acordeón acompañado de alguna bailarina zíngara. En época navideña montaban zambras y algarabías, a las que se unían muchos vecinos y vecinas del pueblo con sus cantos navideños.
Tras ellos, una caterva de chiquillos por las calles le cantábamos: “Serranito de la bandurria, / ¿no ha visto usted por aquí su burria?/Por la calle Cerrillo está, /corra ya que se le vá, / que se le vá, / que se le vá”. Uno me regaló una cabrita pequeña a la que yo llamaba Fabiola y la paseaba con un cordelito y campanita alrededor de su cuello; incluso lo hacía al regresar a Córdoba al salir de la escuela de la calle La Palma, donde está hoy el Circulo Juan XXIII. Los niños más pequeños me seguían gritando: “Nicolás tenía una cabra, / y no la sabía ordeñar; / y su madre le decía: / ordéñala Nicolás”.
En aquellos años de pobreza, hambre y miseria en las casas de vecinos, el lector podrá imaginar donde acabó la pobre cabrita. Yo no la pude ordeñar. Pero nunca como cabra. Ni chivo.
Nicolás Puerto Barrios
El Maestro de Postas
(Dubia, la novia eterna)
A mis amigos Moisés Osuna de la Libreria La Luna y Manolo Patiño de Ediciones DEPAPEL, deseándole éxito en la Feria del Libro de Córdoba de 2025
